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Es una calurosa noche de verano leridana, el larguísimo pasillo de la casa está casi por completo a oscuras, apenas llega un breve reflejo de luz desde la puerta entreabierta de la cocina y se oye un tenedor golpear un plato al batir un huevo.
Miro hacia un lado y hacia otro y no se ve a nadie, excepto por el sonido que escapa de la cocina se diría que la casa está desierta. En un extremo del pasillo se encuentra el enorme salón, en silencio.
Subo en mi triciclo de ruedas macizas de goma y pedaleo hacia él, el aire cálido de la noche me acaricia la cara, las baldosas que están sueltas suenan bajo el peso de las ruedas. Cruzo el salón a toda velocidad hasta la puerta del balcón, bajo del triciclo, abro la puerta y salgo al exterior, con cierta dificultad consigo superar el pequeño escalón y sacar el triciclo también conmigo, me gusta tenerlo cerca.
Delante de mí está la noche, un descampado y la iglesia Santa María Magdalena apenas iluminada por una solitaria farola. Es en ese momento cuando oigo a lo lejos el sonido de una moto que se acerca, apoyo la cara en los barrotes de la barandilla del balcón, están fríos y es agradable notar su frialdad. El sonido de la moto aumenta y rompe la quietud de la noche al pasar delante de la casa para ir menguando y desapareciendo conforme se aleja. Apenas he podido ver de que moto se trataba cuando ha pasado bajo la luz de la única farola que hay delante de la iglesia. Vuelve la quietud, vuelven los grillos a cantar.
Me estiro en el suelo al lado del triciclo y miro el cielo oscuro en la noche. Me gusta pasear la vista por las estrellas infinitas. Me gusta sentirme solo con mi triciclo en la noche inmensa.
La voz de mi madre llamándome para la cena me saca de mi ensimismamiento y ruedo veloz hacia la cocina.
Pienso que me gustaría tener una moto como la que ha pasado para perderme en la noche, para descubrir sitios que están lejos.
Los Rolling cantaban por entonces “Route 66”
Miro hacia un lado y hacia otro y no se ve a nadie, excepto por el sonido que escapa de la cocina se diría que la casa está desierta. En un extremo del pasillo se encuentra el enorme salón, en silencio.
Subo en mi triciclo de ruedas macizas de goma y pedaleo hacia él, el aire cálido de la noche me acaricia la cara, las baldosas que están sueltas suenan bajo el peso de las ruedas. Cruzo el salón a toda velocidad hasta la puerta del balcón, bajo del triciclo, abro la puerta y salgo al exterior, con cierta dificultad consigo superar el pequeño escalón y sacar el triciclo también conmigo, me gusta tenerlo cerca.
Delante de mí está la noche, un descampado y la iglesia Santa María Magdalena apenas iluminada por una solitaria farola. Es en ese momento cuando oigo a lo lejos el sonido de una moto que se acerca, apoyo la cara en los barrotes de la barandilla del balcón, están fríos y es agradable notar su frialdad. El sonido de la moto aumenta y rompe la quietud de la noche al pasar delante de la casa para ir menguando y desapareciendo conforme se aleja. Apenas he podido ver de que moto se trataba cuando ha pasado bajo la luz de la única farola que hay delante de la iglesia. Vuelve la quietud, vuelven los grillos a cantar.
Me estiro en el suelo al lado del triciclo y miro el cielo oscuro en la noche. Me gusta pasear la vista por las estrellas infinitas. Me gusta sentirme solo con mi triciclo en la noche inmensa.
La voz de mi madre llamándome para la cena me saca de mi ensimismamiento y ruedo veloz hacia la cocina.
Pienso que me gustaría tener una moto como la que ha pasado para perderme en la noche, para descubrir sitios que están lejos.
Los Rolling cantaban por entonces “Route 66”